Auster's austerity

Alejandra Glaze
aglaze@interlink.com.ar

¿Por qué Auster y la austeridad?

¿Y por qué en la llamada nueva cultura del posmodernismo, definida como la era de la imagen o del simulacro, Auster, con sus protagonistas ascéticos, abstinentes y templados, se convierte en uno de los escritores más leídos de Europa, Estados Unidos e incluso Argentina?

Sus personajes habitan una ciudad posmoderna de finales de los '80 y los '90, generalmente Nueva York, donde los principios del capitalismo más feroz se ven confrontados, en sus libros, a un nuevo héroe ­o antihéroe, según como se mire­, que más que verse arrastrado por esa música, hace del cálculo, la renuncia, la abstinencia, la mortificación del espíritu y de los sentidos, y finalmente de su propio borramiento como sujeto de esa máquina, una forma de resistencia anónima. Esa posición no se inscribiría exactamente en lo que Freud describió como aquel sujeto que no soporta el dinero y se empobrece una y otra vez para garantizar su estar en deuda permanente, o el que siente que otros tienen que pagar el estar él en este mundo; sino que define al que está dispuesto a "nadificarse" para introducir un hueco en el campo saturado de las mercancías en las sociedades de consumo. Pero tal vez, la austeridad, sobriedad y prudencia a la que se refiere Auster, define un espíritu de época, que seguramente no es el mismo de la Viena imperial de Freud.

Varios de sus personajes podrían ser descriptos, con sus diferentes matices y profundidades, desde esta categoría: Paul Aaron, de Leviatán, Anna Blume de El país de las últimas cosas, Marco Stanley Frogg, el chico universitario de El palacio de la luna ­con su decisión de caer lentamente en la indigencia y la soledad luego de la muerte de su tío­, e incluso el propio padre de Auster en La invención de la soledad. Pero el ejemplo más cabal de la "nadificación" a la que hacía referencia anteriormente, es el de Daniel Quinn, de La ciudad de cristal, la primera novela de La trilogía de Nueva York, un escritor prestigioso, que luego de perder a su mujer e hijo, se encierra en su departamento de Brooklin a escribir, usando un seudónimo, novelas de detectives, sin salirse deliberadamente, del corsét de ese género popular, que sólo le aporta el dinero necesario para su subsistencia. "Una parte de él ­escribe Auster­ había muerto [...] y no quería que volviera a aparecérsele. Fue entonces cuando adoptó el nombre de William Wilson"1. Pero a partir de un llamado telefónico de un desconocido, que confundiéndolo con un detective privado, le encarga un caso, Quinn, sin pedir más explicaciones, asume el papel que le han dado, ingresando en una aventura plagada de delirio y misterios. En ese camino, pasa por diferentes momentos, convirtiéndose casi al final, en un vagabundo que vive en una calle sin salida. Auster escribe: "...Quinn aprendió que comer no era necesariamente la solución al problema de la alimentación. Una comida no era más que una frágil defensa contra la inevitabilidad de la siguiente comida [...] el mayor peligro, por lo tanto, era comer demasiado. Si tomaba más de lo que debía, aumentaba su apetito para la siguiente comida, y en consecuencia necesitaba más alimento para satisfacerse. Manteniendo una estrecha y constante vigilancia sobre sí mismo, Quinn pudo invertir el proceso gradualmente [...] En el mejor de todos los mundos, tal vez habría podido aproximarse al cero absoluto, pero no quería ser excesivamente ambicioso [...] Prefirió conservar el ayuno absoluto en su mente como un ideal, un estado de perfección al que podía aspirar pero nunca conseguir ..."2.

Paul Auster define a sus personajes centrales en un reportaje: "En mis novelas, el carácter central desea ser una buena persona, éste es su propósito esencial: la conducción de una vida, como apenas una moraleja ejemplar. Pero alrededor de estos 'héroes' ­aclara­ gravitan otros caracteres, los que son como todo el mundo, que piensan en el dinero y el sexo, que aman comer y beber".3

Pero el rasgo que define el comienzo de cualquiera de sus historias, es que siempre se trata de sujetos, que por alguna circunstancia fortuita, han sufrido una pérdida fundamental en sus vidas, ocasionando una seria ruptura de lazos sociales, que en muchos casos se va profundizando a lo largo de la novela. En La ciudad de cristal, la mujer e hijo del protagonista han muerto; en El palacio de la luna, se cuenta la historia de un huérfano extraviado en las contingencias de Nueva York; en La música del azar, el bombero Jim Nashe es abandonado por su mujer, por lo que decide dejar a su hija al cuidado de su hermana, y dedicarse a vagar por las rutas; en Smoke, Paul Sachs es el escritor que también ha perdido a su mujer, y se ve envuelto en una historia que relata los devenires del encuentro entre un padre y su hijo; en Mr. Vértigo, nuevamente otro huérfano, al que el maestro Yehudi intenta convencer que debe irse con él, diciéndole que "no es mejor que un animal, un pedazo de nada humana".

En la época de mayor auge de la imagen, de las apariencias y de la emancipación yoica, donde el amo capitalista introduce una medida sin medida, Auster nos muestra estos personajes, en cierto sentido tan humanizados y actuales, donde pulsión y cálculo van de la mano. No puedo evitar pensar en los adolescentes de nuestra época, atravesados de algún modo por los llamados síntomas actuales. Pero dejemos este punto para más adelante.

Auster posmoderno

Los libros de Auster suelen ser catalogados por los críticos, como "posmodernos", aquella corriente escéptica que algunos interpretan como la característica que adquiere en el presente la crisis de la modernidad, sus consecuencias. Ya Freud enfrentó a los preceptos propios de lo moderno, que propugnaban por un proyecto emancipador, con los conceptos de trauma, compulsión a la repetición, más allá del principio del placer, permanencia del resto, indestructibilidad de la huella y retorno del trabajo de la pulsión.

Y esto es justamente lo que busca ser cernido y anulado en las acciones que llevan a cabo los personajes de la obra de Auster, lo pulsional, aquella parte maldita que arruina cualquier necesidad, esa satisfacción paradójica, repetitiva y siempre límite del equilibrio que corresponde al placer, y se satisface en el gasto inútil, en el derroche, en la insatisfacción de pretender contabilizar "lo incalculable"; aunque no se puede pensar de modo opuesto la pulsión y la renuncia, ya que a su vez, la renuncia alimenta la pulsión.

No se vaya a creer que esto solamente ocurre en los casos en que el personaje es un escritor, es decir, un claro alter ego de Auster. Puede ser un agente inmobiliario, un niño que hace pruebas de circo, un bombero, un estudiante, un colocador de bombas, o incluso una ciudad.

En El país de las últimas cosas4, la pérdida de los lazos sociales que recorre la vida de todos sus personajes es llevada a cabo en el marco de una intensificación paroxística de la atmósfera de Nueva York. Anna Blume lo describe de este modo: "Me muevo, respiro el aire que se me concede y como lo menos posible..."5. "Hay que acostumbrarse a sobrevivir sólo con lo indispensable. Si uno espera poco, se conforma con poco, y cuanto menos necesite, mejor se sentirá. Esto es lo que la ciudad le hace a uno, le vuelve los pensamientos del revés. Le infunde ganas de vivir y, al mismo tiempo, intenta quitarle la vida"6 [...] "Es posible acostumbrarse tanto a no comer, que uno puede llegar a prescindir totalmente de la comida. La situación es mucho peor para aquellos que luchan contra el hambre, ya que pensar demasiado en comer sólo puede ocasionar problemas. Son los que están obsesionados, los que se niegan a aceptar los hechos [...]; comen sin llenarse nunca, abalanzándose sobre la comida con una urgencia animal [...] Casi todo lo que comen se escurre, baboso, hacia la barbilla, y aquello que logran tragar, suelen vomitarlo pocos minutos después. Es una muerte lenta, como si la comida fuera un fuego, una locura, abrasándolos desde el interior. Piensan que comen para sobrevivir pero, en realidad, son ellos los que acaban siendo devorados"7; "...uno no debería reírse, por ejemplo, ni permitir que el hambre lo consuma, nada de estallidos emocionales, ni de suspiros imprevistos..."8 . Indudablemente asoman aquí los fantasmas reguladores de la bulimia y la anorexia, pero no es sólo eso, ya que va más acá y más allá de lo oral. ¿Qué es lo que la anoréxica sostiene con su inanición? Al sujeto que bajo el imperativo del consumo, se consume.

Anna insiste: "Lo principal es no acostumbrarse, porque los hábitos son nocivos: incluso la centésima vez que te topas con una cosa, debes hacerlo como si no la conocieras de antes"9. Pero en un nuevo cruce con otra de sus obras, Auster escribe: "El hábito es el mayor insensibilizador"10, refiriéndose a una anécdota acerca de su padre, que evidentemente lo ha dejado marcado: "Siempre fue un hombre de rutina [...] Una vez, durante nuestra primera semana en la casa nueva, antes de que nos estableciéramos del todo, cometió un curioso error. En lugar de conducir hacia la casa nueva a la salida del trabajo, se dirigió a la vieja tal como había hecho durante años; aparcó su coche en el camino, entró en la casa por la puerta trasera, subió las escaleras, se metió en el dormitorio y se acostó a dormir. Durmió [su acostumbrada siesta] durante una hora, y como es obvio, cuando la nueva dueña de la casa volvió [...], se sorprendió mucho. [...] El recuerdo de aquel incidente todavía me hace gracia, y sin embargo, no puedo dejar de considerar esta historia como un hecho patético. Una cosa es que un hombre vuelva por error a su propia casa, pero otra muy distinta es que no note que todo ha cambiado en su interior"11.

Pero vayamos ahora a Frogg, el joven de El palacio de la luna12, que termina como un homeless en el Central Park de Nueva York, y comienza su relato diciendo: "Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara allí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo"13.

Ya en La invención de la soledad, de 1974, anterior a los libros ya citados, la escritura de duelo por la pérdida del padre, no escapa a esa misma maquinaria, privilegiando en el relato de su vida, el hecho de que era "incapaz de cualquier sentimiento de pasión, ya fuera por una cosa, una idea o una persona, y se las había ingeniado para mantenerse a cierta distancia de la vida, para evitar sumergirse en el torbellino de las cosas"14. Casualmente, la primer parte de este libro se titula: "El retrato de un hombre invisible", donde también sostiene que "Aprendió a no desear nada con demasiado empeño15." "Cada objeto era concebido sólo en términos de su función, juzgado sólo por lo que costaba, nunca como algo intrínseco con sus propias cualidades especiales. Supongo [...] ­continúa­ que esa actitud debe de haberle hecho observar el mundo como un lugar aburrido, uniforme, descolorido, sin dimensiones"16. Tal vez es aquí donde la anécdota ya comentada adquiere cierto sentido.

Pero volvamos al escritor extraviado de la La ciudad de cristal, y su objeto de estudio. Lo que primero parece ser una aventura detectivesca como aquellas que el propio Quinn escribe, se convierte en realidad en una nueva vuelta de tuerca hacia la anhelada rigurosidad de la escritura. El objeto de esta investigación es un tal Stillman, un hombre detenido ante la arbitrariedad del lenguaje, al cual el protagonista comienza a perseguir, para finalmente ya no ser ni siquiera un escritor anónimo de géneros bajos, sino un ex escritor arrojado fuera de su estudio, y sin saber que hacer con las palabras. Cito al propio Stillman: "...estoy en el proceso de inventar un nuevo lenguaje..."17. "Porque nuestras palabras ya no se corresponden con el mundo [...]." "Es crucial... convertirnos en los amos de las palabras que decimos, hacer que el lenguaje responda a nuestras necesidades..."18. Intento desesperado que lo hace recorrer las calles de Nueva York buscando aquellos restos abandonados que han perdido su utilidad, para ponerles un nuevo nombre, y así crear un nuevo lenguaje que borre la distancia entre el nombre y la cosa.

El poeta como escriba anónimo

Ya en un ensayo de 197419, referido a un poeta que culminó su vida como un andrajoso vagabundo también por las calles de Nueva York, dirá: "La ecuación de Reznikoff, que une el acto de ver a la invisibilidad, sólo puede efectuarse a través de la renuncia. Para poder ver, el poeta debe volverse invisible. Debe desaparecer, sumirse en el anonimato [...]". "Sólo en la ciudad moderna el observador puede mantenerse invisible, ocupar un lugar en el espacio y sin embargo permanecer incorpóreo [...] Lo que cuenta es el objeto mismo, y el objeto observado puede adquirir vida sólo cuando aquel que lo observa ha desaparecido20 [...] Define al "poeta como un vagabundo solitario, un hombre en la multitud, un escriba anónimo". Y a la "poesía como el arte de la soledad." [...] Pero en su análisis, Paul Auster insiste en que "Sin embargo, no es sólo soledad, sino también exilio, y una forma de asumir ese exilio que tiene la ventaja o la desventaja de mantenerlo intacto"21[...] "Siempre consigue hacernos olvidar ­continúa­ que cada poema es producto del 'hambre, el silencio y el sudor'"22. Ya al principio de este ensayo, dirá: "El poeta... [es] quien debe aprender a hablar con los ojos y curarse de la enfermedad de la boca"23.

Nuevamente el excedente, aquello no dialectizable, que se intenta neutralizar, vía la invención de un código donde la palabra remita a la cosa, y se opere finalmente un verdadero rechazo del sujeto, misma obturación y rechazo que el capitalismo intenta colmar con los objetos de la técnica. Según Auster, en la escritura de Reznicoff nos encontramos con un nuevo intento de destruir la imposibilidad y la distancia, la diferencia entre el movimiento de la pulsión y la "cosa" de su satisfacción. Nuevo rechazo de lo imposible.

Tanto en este último ensayo, como en La invención de la soledad, escritos en la misma época, y ambos anteriores a las novelas que le dieron su fama, podemos vislumbrar los temas que surcarán toda su obra:

* la invisibilidad y anonimato en la ciudad, como fin en sí mismo;
* la abstinencia de necesidades vitales y materiales;
* la austeridad y parquedad de sentimientos y emociones;
* y la ruptura de los lazos sociales, que sumerge al protagonista en una "nadificación" muchas veces irreparable.
Un espíritu de época

La despectivamente criticada posición abúlica de los adolescentes, y que tantos problemas ocasiona a los adultos, entre los que estamos incluidos los analistas dentro del marco de nuestro consultorio, tal vez pueda descifrarse, o por lo menos comenzar a investigarse desde otra perspectiva, si logramos sintonizar con cierto espíritu de época, tan bien reflejado por escritores como Auster. Por ejemplo, no debemos olvidar que los jóvenes que se enrolan en el movimiento punk, originario de la época del más severo thatcherismo inglés, que dejó a gran parte de la población fuera del mercado del trabajo, rinden con sus vestimentas estrafalarias una especie de culto a lo viejo, degradado, roto y barato. Pareciera ser otra forma de resistencia frente al mundo del consumo, seguramente con otro matiz que el austeriano, que los sostiene en un lugar de excepción, como sujetos caídos del discurso social, frente a las ofertas de un mundo al que parecen no querer conformar, como otra forma de rebelión diferente a la de las generaciones anteriores.

El posmodernismo puede entenderse como una denuncia irónica de aquellos preceptos de los que el modernismo hizo su bandera. Es la época en la que sobresale el nacimiento de un nuevo tipo de insipidez, de superficialidad, en el sentido más literal, quizás el supremo rasgo formal de todos los posmodernismos. Algunos autores, entre ellos Frederic Jameson, sostienen que se trata de un agotamiento del proyecto de la modernidad, entendido como una concepción que promueve y profetiza un devenir emancipador de la humanidad, protagonismo en el que el sujeto encarna el lugar de la enunciación de la verdad, lo que supone un debilitamiento de la historicidad, a merced de un "subsuelo emocional totalmente nuevo", en un también nuevo y atribulado espacio mundial.

Aquellos relatos legitimadores que le conferían al hombre una ilusión masificadora, basada en ingenierías igualitarias, se estrellan contra una estética degradante de la posición de ese mismo hombre, que escépticamente asume un individualismo a ultranzas, conduciéndolo a un goce autístico que confronta con el imperativo de consumo del discurso capitalista. Así, al mundo de bienestar sostenido en la responsabilidad del Otro social, la estética del posmodernismo opone el deshecho, el resto, lo no dialectizable, el sobrante, la falta, pero con un cierto grado de ironía, vanalidad y superficialidad.

A modo de ejemplo del espíritu de época, donde la tecnología produce los mejores sintetizadores e instrumentos musicales, los punks, anarchopunks, streetpunks, postpunks, photopunks o new waves se dedican a hacer música con el menor grado de calidad posible, caracterizada por una utilización primaria de los instrumentos musicales y una carencia total de toda sofisticación (ausencia total de solos, acordes saturados, la mayoría de ellos producidos desde un sintetizador, sin ninguna sonorización específica). Además de elevar el desorden a la categoría de arte en un "no future" paradigmático. Y el pogo, su baile oficial, en el cual se golpean unos a otros sin ritmo alguno, puede convertirse en la imagen más contundente de esta superficialidad, desorden y falta de "objetivos" que suele tomarse en un sentido peyorativo. O las famosas Raves, megafiestas en las que se baila música tecno y cuyo término proveniente del inglés quiere decir: "hablar sin razón, delirar, desvariar", organizadas, antes de su masificación mundial, en galpones, fábricas o al aire libre, generalmente acompañadas del uso de "éxtasis" o LSD, "poper" (un jarabe estimulante), "speed", quetamina, y otras drogas que tienen la característica de agudizar los sentidos, producir muchísima sed y permiten bailar casi veinticuatro horas seguidas, aunque no se las puede encuadrar dentro de las llamadas drogas de "rendimiento".

Pero sin ir más lejos, pensemos en la abulia que define a la adolescencia de hoy y tanto exaspera a los adultos; jóvenes que viven con sus padres hasta edades tardías, sosteniendo su vida como verdaderos "gasoleros", sin demasiados ideales que los sustenten más que en una resistencia sólo violentada por las demandas sociales.

¿Pero porqué comenzar con los héroes austeros de Auster, para terminar hablando del movimiento punk, de la anorexia, la bulimia, el uso de drogas o la adolescencia de nuestra época?

Paul Auster, sin duda inspirado en cierto estilo de época, y no podemos saber si deliberadamente, hace del espíritu del posmodernismo, a mi manera de ver, un uso original, en tanto ficción, que nos debería llevar a rechazar cualquier condena moral a la supuesta trivialidad de ese posmodernismo, en contraposición a la supuesta seriedad utópica de los modernistas.

BIBLIOGRAFIA

Alemán, Jorge, Jacques Lacan y el debate posmoderno, Ediciones del Seminario, Col. Filigrana, Bs. As. 2000.
vv. aa., El pensamiento en los umbrales del Siglo XXI, Catálogos, Fundación Origen, Bs. As., 1994. Nicolás Casullo (comp.), El debate modernidad-posmodernidad, Ediciones El Cielo por Asalto, Bs. As., 1993.
Jameson, Frederic, El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado, Ed. Paidós, Bs. As., 1992.
Brée, Joël, Los niños, el consumo y el marketing, Ed. Paidós, Bs. As., 1995.
Trabajo presentado en el XIV Coloquio Descartes, "La literatura frente al psicoanálisis", 18 de noviembre de 2000, Buenos Aires.

NOTAS

1. Auster, Paul, "La ciudad de cristal", en: La trilogía de Nueva York, ed. Anagrama, 1996, pág. 9.

2. Auster, Paul. "La ciudad de cristal", op. cit., pág 126.

3. Entrevista con Gérard de Cortanze, "Le monde est dans ma tète, mon corps est dans le monde" - Magazine Littèraire 338, diciembre 1995, pág.18-25

4. Auster, Paul, El país de las últimas cosas, ed. Anagrama, 1987.

5. Auster, Paul, El país de las últimas cosas , op. cit., pág 12.

6. Auster, Paul, El país de las últimas cosas , op. cit., pág. 12-13.

7. Auster, Paul, El país de las últimas cosas , op. cit., pág. 14.

8. Auster, Paul, El país de las últimas cosas , op. cit., pág. 20.

9. Auster, Paul, El país de las últimas cosas , op. cit., pág. 17.

10. Auster, Paul, La invención de la soledad , ed. Anagrama, 2000, pág. 16.

11. Auster, Paul, La invención de la soledad , op. cit., pág 15-16.

12. Auster, Paul, El palacio de la luna , ed. Anagrama, 1997.

13. Auster, Paul, El palacio de la luna , op. cit., pág. 13.

14. Auster, Paul, La invención de la soledad , op. cit., pág. 13

15. Auster, Paul, La invención de la soledad , op. cit., pág. 76

16. Auster, Paul, La invención de la soledad , op. cit., pág. 80

17. Auster, Paul, "La ciudad de cristal", op. cit., pág. 87.

18. Auster, Paul, "La ciudad de cristal", op. cit., pág. 92

19. Auster, Paul, "El momento crucial", en Pista de despegue. Poemas y ensayos 1970-1979 , ed. Anagrama, pág. 217.

20. Auster, Paul, "El momento crucial", op. cit., pág. 220.

21. Auster, Paul, "El momento crucial", op. cit., pág. 223.

22. Auster, Paul, "El momento crucial", op. cit., pág. 227.

23. Auster, Paul, "El momento crucial", op. cit., pág. 217.

recommend this article
one star
two stars
three stars